La Promesa: Alonso POR FIN ejerce de padre de Curro La Promesa 729 | RTVE Series
Manuel ya me explicó la situación al detalle, y no puedo negar que tu panorama es complicado. Él me ha contado suficiente como para entender que te encuentras metido en un lío de grandes dimensiones. Tú mismo admites, con esa mirada desesperada, que no es un malentendido ni una percepción exagerada: tienes un problema serio entre manos. Y aunque ahora parezca evidente, sabes perfectamente que todo esto, en gran medida, es consecuencia de tus propias decisiones. Te advertí de forma clara, casi rogándote, que no te acercaras a Ángela; no fue un capricho ni una orden vacía, sino un intento de protegerte —y también de protegerla a ella— de algo que ambos sabíamos que podía terminar mal.
Tú aseguras que cumpliste aquella petición tanto como te fue posible, que intentaste mantener distancia, que incluso pusiste de tu parte para que las cosas no se complicaran. Pero lo cierto es que no lo lograste. Y no porque no quisieras, sino porque ya era tarde cuando trataste de contener lo inevitable. En aquel entonces —y ahora lo reconoces sin rodeos— ya estabas profundamente enamorado de Ángela. Intentaste engañarte, convencerte de que podías controlar tu corazón, pero el amor no es un fuego que se apaga a voluntad. Uno no elige cuándo prende ni hacia quién dirige su llama. Eso lo sabemos todos, y tú lo dices con una convicción que desarma; incluso me recuerdas que, como hombre que ha amado, debería comprenderlo perfectamente.
Ver más
Periódico
Newspaper
La música que se escucha de fondo parece subrayar el peso de tus palabras, la gravedad del momento. Sabes algo más: sabes que el padre de Ángela jamás permitirá que estés con ella. Lo pronuncias sin rabia, sin desafío, más bien con la resignación de quien entiende la magnitud del obstáculo. “Soy plenamente consciente de ello”, afirmas, como si esa certeza fuese una roca que has cargado durante días.
Entonces te pregunto qué planeas hacer; no como reproche, sino porque necesito entender con qué fuerzas cuentas, cuál es tu voluntad. Y tu respuesta es tan honesta como dolorosa: no lo sabes. Estás perdido, confundido, sostenido únicamente por una idea fija que se te ha clavado en el alma: impedir esa boda. No porque quieras romper su vida, no por celos, sino porque estás convencido de que casarse con Lorenzo será su ruina. Y cuando te pregunto si serías capaz de renunciar a ella, si podrías verla marchar hacia otra vida, hacia los brazos de otro hombre, respondes con una certeza que te tiembla por dentro pero no por fuera: sí, lo harías. Si ese otro fuera alguien que la amara de verdad, que la hiciera feliz, que la respetara, o al menos que no le provocara daño alguno… entonces aceptarías apartarte. Ese sacrificio, que tantos hombres solo enuncian de palabra, tú lo dices con un dolor tan real que se siente en el ambiente.
Pero también sabes que no tienes derecho a exigir nada. Me lo admites antes de que yo pueda señalarlo: “No estoy en posición de pedir, padre”. Y esa frase, pronunciada con la voz casi quebrada, te deja desnudo ante mí, vulnerable, pero también demuestra la sinceridad de tus motivaciones. No vienes buscando privilegios ni indulgencias; vienes implorando ayuda porque temes por el futuro de la mujer que amas.
Por eso me suplicas que te apoye. No buscas que interceda por ti para ganar su amor, ni que te acerque a ella. Lo que pides es distinto, más grave y más noble: quieres evitar que Lorenzo destruya a Ángela. Estás convencido de que él no tendrá compasión, que su carácter duro, frío y orgulloso terminar