La Promesa: Pía y Ricardo frente al cruel juicio de Cristóbal
La Promesa: Pía y Ricardo frente al cruel juicio de Cristóbal
Pía y Ricardo frente al cruel juicio de Cristóbal
La noche del 25 de agosto descendió sobre La Promesa como un sudario de terciopelo oscuro. Ni la fragancia de la lavanda ni el frescor del heno recién segado lograban suavizar la sensación opresiva que flotaba en el aire. El servicio se movía en silencio, como si un zumbido subterráneo, apenas perceptible, les encogiera el corazón. No era el frío nocturno el que helaba la sangre, sino la mirada gélida de don Cristóbal, mayordomo implacable, cuya sombra ya se cernía sobre Pía Adarre y Ricardo Pellicer.
El beso que habían compartido en un pasillo apartado, fugaz y lleno de ternura, se convirtió en su sentencia. Lo que para ellos era un instante robado de amor, para Cristóbal fue la prueba definitiva de un “delito moral”. Desde el umbral, como un ave de mal agüero, los había sorprendido, quebrando en un instante la burbuja de intimidad que tanto habían protegido. Ahora, cada crujido de las maderas, cada sombra danzante en los muros de la finca, parecía anunciar su llegada.
Ricardo, con el instinto de un protector, entrelazaba su mano callosa con la de Pía y le susurraba con firmeza:
—Pase lo que pase, lo afrontaremos juntos, mi vida.
Pero Pía conocía demasiado bien la crueldad de los hombres con poder. No temía solo perder su sustento; la aterraba la posibilidad de que le arrebataran a su hijo Dieguito. El pasado reciente le había enseñado que la maquinaria de La Promesa trituraba sin compasión a quienes osaban desafiarla.
Ricardo, descompuesto, descubre que Pía sigue viva – La promesa
Catalina y Martina: heridas de orgullo
En los salones nobles, el conflicto tomaba otra forma. Catalina, consumida por el dolor ante la inminente partida de Martina, se sentía atrapada en un hielo de orgullo y rencor. Las palabras de Curro resonaban en su cabeza: “estás intratable”. El temor de haberse convertido en una mujer áspera, aislada incluso de quienes más quería, le calaba los huesos.
Martina, mientras tanto, doblaba cuidadosamente sus blusas de seda. Marcharse era como arrancarse el alma, pero la guerra constante con Catalina la desgastaba más que cualquier deber social. Su amor por Curro seguía vivo, aunque dolido. Y aun así, el abismo abierto con su prima parecía insalvable.
La paz que buscaba al marcharse no era sino una forma de rendición. Y ese pensamiento la hacía contener sollozos mientras miraba, desde la ventana, los jardines donde tantas veces había paseado de la mano de Curro.
Toño: la culpa como condena
En las cocinas, el ambiente era un caldo espeso de rumores. Toño, hijo de Simona, vivía atormentado por la culpa. El dinero que Manuel le confió había desaparecido en una mesa de juego, empujando a la familia Luján a depender de los capitales de Leocadia Figueroa. Cada vez que veía la preocupación en los ojos de Manuel, el peso del remordimiento lo hundía más.
Ni el amor de Enora, recién declarado, lograba arrancarlo de ese pozo de autodesprecio. ¿Cómo aceptar cariño cuando se sentía un traidor al único señor que siempre lo había tratado con verdadera humanidad?
La hora del juicio
La campana del servicio repicó con un timbre seco y autoritario, distinto del habitual. El silencio se hizo absoluto: era la llamada de Cristóbal. La hora había llegado.
En su despacho, el mayordomo aguardaba de espaldas, las manos cruzadas. A un lado, sentada con altivez, estaba Leocadia. Frente a la puerta, Petra exhibía un gesto de satisfacción apenas disimulado. Todo era una puesta en escena calculada.
—Señora Adarre, señor Pellicer —comenzó Cristóbal, girándose lentamente—. He confirmado con mis propios ojos su comportamiento inmoral.
Ricardo intentó explicarse, pero fue interrumpido.
—No hay nada que aclarar. He sido testigo directo. Han mancillado el nombre de esta casa.
Leocadia fingió indulgencia con su tono meloso:
—Cristóbal, no seas tan duro. Quizás solo se dejaron llevar por una debilidad humana…
Pero el mayordomo cortó cualquier intento de clemencia:
—Una debilidad con consecuencias.
Cuando Ricardo alzó la voz y acusó a Cristóbal de no tener autoridad, la respuesta fue un bofetón seco que lo hizo tambalear. El eco del golpe heló a todos.
—A partir de mañana —dictó Cristóbal—, Pellicer abandonará esta finca al amanecer. Y usted, señora Adarre, no se irá. Permanecerá aquí, pero degradada a limpiar letrinas y vaciar orinales.
La humillación fue devastadora. Pía apenas pudo respirar. Buscó compasión en Leocadia, solo para hallar burla; en Petra, únicamente regodeo.
Y para rematar, el mayordomo añadió una amenaza directa:
—Si Ricardo vuelve a poner un pie en esta propiedad, será acusado de robo. Tengo testigos dispuestos a jurarlo.
Era un jaque mate perfecto. Los había separado, reducido y marcado como ejemplo.
El servicio bajo terror
La noticia corrió como pólvora. Si Pía y Ricardo, antiguos pilares de la casa, podían ser destruidos de esa manera, nadie estaba a salvo. La cocina, antes un hervidero de camaradería, se convirtió en un mausoleo silencioso. El miedo impregnaba cada rincón, aunque en el fondo comenzaba a germinar la semilla de la resistencia.
Una chispa de rebelión
Mientras tanto, Catalina, al conocer la humillación, sintió que algo se quebraba en su interior. Ya no podía seguir encadenada al orgullo. Frente a Curro, declaró:
—Esto no es disciplina. Es crueldad. Y no lo permitiré.
El joven, incrédulo, replicó:
—¿Y qué podemos hacer? Él tiene el poder.
—El poder no lo es todo —respondió ella, con una determinación renovada—. La Promesa es de todos.
Era el inicio de un plan peligroso: unir al servicio contra el tirano.
Ricardo y el secreto de Cristóbal
Expulsado, Ricardo se ocultó en los alrededores. Pero el azar le trajo un aliado inesperado: Toño. El muchacho, consumido por la culpa, le reveló un rumor inquietante: Cristóbal arrastraba un pasado oscuro, ligado a desfalcos en otra finca y a un hijo ilegítimo oculto.
La esperanza renació. Había una debilidad, un arma. Y con ella podían contraatacar.
La Promesa | Pía confiesa a Ricardo su mayor secreto
El enfrentamiento final
Días después, Cristóbal, encolerizado por la desobediencia pasiva del servicio, reunió a todos en el comedor. Quiso forzar a Pía a humillarse públicamente, obligándola a arrodillarse y pedir perdón.
Pero antes de que pudiera consumarse la afrenta, Catalina, Manuel y el propio Marqués Alonso irrumpieron en la sala.
—¿Qué significa esto, Cristóbal? —tronó el Marqués.
El mayordomo intentó justificarse, pero Manuel lo desenmascaró:
—Esto no es disciplina. Es tiranía.
Entonces, en un golpe de efecto, Ricardo apareció con la carta interceptada. La leyó en voz alta: la confesión de una mujer que revelaba el desfalco cometido por Cristóbal en la finca de los Sotomayor y el hijo secreto que abandonó.
El silencio fue absoluto. Cristóbal quedó expuesto. Leocadia, furiosa, intentó negar las acusaciones, pero los ojos huidizos de su amante la delataron. El Marqués, decepcionado, expulsó a ambos de la finca. Petra, sin protectores, quedó también desenmascarada y rodeada por el servicio, que exigió cuentas.
La restauración de La Promesa
Con la tiranía desmantelada, La Promesa amaneció distinta. El aire parecía más limpio, las sonrisas más sinceras. Pía recuperó su puesto de ama de llaves, Ricardo fue nombrado gerente de la finca, y el servicio, fortalecido por la solidaridad, volvió a respirar.
Toño, redimido por su valentía, se reconcilió con Manuel y con Enora. Catalina y Martina, al fin, dejaron atrás su orgullo para abrazarse como hermanas. Y Vera recibió la noticia de que su hermano estaba por visitarla, fruto del debilitamiento de su padre tras el escándalo de Leocadia.
Al caer la tarde, en el jardín, Pía y Ricardo miraban a Dieguito jugar. Ya no había sombras ni prohibiciones. Habían atravesado la noche más oscura y salido victoriosos, no porque los problemas se hubieran desvanecido, sino porque habían demostrado que juntos eran invencibles.