La Promesa, avance del capítulo 673: Alonso media con Manuel mientras Catalina es acusada

Alonso media con Manuel mientras Catalina es acusada. La tensión familiar y política sigue creciendo en el palacio
El amanecer en La Promesa trajo consigo un aire denso, casi irrespirable. El sol de septiembre, aún tibio, se filtraba por los ventanales como un presagio dorado de un otoño que se acercaba inexorable, envolviendo la mansión en una atmósfera de calma engañosa. Nadie en el palacio imaginaba que aquella jornada marcaría un punto de inflexión en la vida de la familia Luján y de todos los que compartían su destino entre las paredes de mármol y los pasillos del servicio.

En el despacho del marqués, don Alonso se debatía entre la lógica fría de sus responsabilidades y el dolor íntimo de un padre. La firmeza de su hijo Manuel al rechazar el compromiso con Leocadia de Figueroa era para él un golpe devastador, no solo en lo sentimental, sino también en lo político y económico. Ese enlace representaba mucho más que un contrato matrimonial: era la garantía de estabilidad, el lazo que podía asegurar la continuidad de los negocios y el prestigio familiar. Romperlo significaba dinamitar un pilar que sostenía a toda la estructura de los Luján.

Pese a la frustración, Alonso no se resignaba. Estaba convencido de que aún había una rendija para la reconciliación y salió decidido a encontrar a Manuel, con la esperanza de ablandar su postura. Lo halló en el hangar, refugiado entre las piezas de su aeroplano, como si la mecánica fuera el único orden que aún podía controlar. El diálogo entre padre e hijo fue áspero, marcado por reproches velados y palabras que golpeaban como puñales. Manuel defendió su derecho a no sacrificar la felicidad en un matrimonio sin amor, mientras Alonso le recordaba que los deberes de un Luján estaban por encima de cualquier capricho personal.

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El enfrentamiento terminó en un callejón sin salida. Manuel, aunque dolido por el peso que sus decisiones infligían a Leocadia, mantuvo su negativa con serenidad. Para él, continuar con aquella unión sería una condena, una vida de falsedad. Alonso, en cambio, sintió cómo se le desmoronaba el mundo. La palabra de su hijo, tan firme como una muralla, era el inicio de una grieta que podía fracturar la familia entera. Sin otra opción, resolvió hablar él mismo con Leocadia para intentar contener el desastre que se avecinaba.

Mientras el marqués lidiaba con su drama íntimo, otro escándalo estallaba con fuerza en los salones del palacio. Catalina, la hija rebelde de los Luján, se convirtió de golpe en el centro de todas las miradas. Un periódico de tirada nacional la acusaba de ser la instigadora de la revuelta contra los nobles, pintándola como una aristócrata renegada que había usado su apellido para dar legitimidad a un levantamiento violento. Lo que para ella había sido un acto de justicia y valentía se transformaba ahora en una campaña de desprestigio que amenazaba con arruinar su nombre y condenar su futuro.

Cruz, la marquesa, no tardó en aprovechar la ocasión. Con una sonrisa cargada de veneno, mostró el artículo a toda la mesa del desayuno, disfrutando del desconcierto de Catalina al leer la caricatura cruel que la retrataba como agitadora. Para Alonso, aquello no fue más que la confirmación de sus peores temores: su hija había cruzado una línea peligrosa, enfrentándose a poderes capaces de destruirlos. Catalina, en cambio, se sintió atrapada en una soledad abrumadora, comprendiendo que la verdadera batalla apenas comenzaba.

Pero no solo los señores sufrían tormentas. En los dominios del servicio, las tensiones eran igual de intensas, aunque de otra naturaleza. Santos, el nuevo lacayo, se dedicaba con perverso placer a hurgar en las heridas de sus compañeros. Esa mañana, escogió a María Fernández como su objetivo, insinuando con malicia que su comportamiento durante la verbena había sido demasiado libre para una mujer comprometida con Salvador. Sus palabras, envueltas en sonrisas fingidas, lograron lo que buscaba: sembrar inseguridad, perturbar la calma de María y dejarla con la amarga sensación de estar vigilada.

En otro rincón, Lope vivía su propio drama personal. Incapaz de aceptar el final de su relación con Vera, intentaba acercarse a ella con insistencia, convencido de que sus celos y su control eran muestras de amor. Vera, sin embargo, veía en esas actitudes la repetición de las cadenas que tanto le había costado romper en el pasado. Su rechazo fue tajante, frío y definitivo. Le dijo a Lope que su vigilancia no era cuidado, sino una prisión, y que su relación no tenía ya vuelta atrás. Lope quedó destrozado, comprendiendo demasiado tarde que su afán por retenerla había sido precisamente lo que la había hecho huir.

Y como si todo esto no fuera suficiente, la llegada de Pía Adarre con su hijo Dieguito encendió una nueva chispa de conflicto. La ama de llaves, convencida de que su lugar estaba junto a su pequeño, decidió traerlo a La Promesa, aun sabiendo que muchos lo verían con malos ojos. Pero lo que no esperaba era la dura reacción de Cristóbal, el nuevo mayordomo. Para él, la presencia de un bebé en la casa era intolerable, una falta de disciplina que ponía en riesgo la organización del servicio. El enfrentamiento entre ambos fue inmediato y violento en palabras.

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Pía, apelando a su derecho como madre y a los años de lealtad a la familia, defendió su decisión con firmeza. Cristóbal, en cambio, respondió con amenazas veladas, decidido a imponerse y dejar claro que su autoridad estaba por encima de cualquier lazo afectivo. Lo que parecía un gesto maternal acabó convirtiéndose en el inicio de una guerra abierta entre dos de las figuras más influyentes del servicio.

Así transcurrió aquella jornada en La Promesa, un día en que las tensiones familiares y políticas se entrelazaron con las luchas personales de quienes habitaban la mansión. Alonso luchaba contra la terquedad de su hijo, Catalina enfrentaba el peso del escarnio público, María sufría las burlas crueles de un lacayo, Lope veía desmoronarse su mundo sentimental y Pía se preparaba para una batalla por el derecho a tener a su hijo a su lado.

En cada rincón del palacio, desde los salones iluminados por lámparas de cristal hasta las cocinas impregnadas de olor a pan recién hecho, se respiraba el mismo aire cargado de tensiones. Nadie lo sabía aún, pero esas pequeñas tormentas, dispersas y aparentemente aisladas, pronto convergerían en un huracán capaz de arrasar con todo lo que hasta entonces se daba por seguro.

Los Luján y sus criados estaban a punto de descubrir que la verdadera batalla no se libraba solo contra los enemigos externos, sino dentro de sus propias almas, entre el deber y el deseo, la lealtad y la libertad, el amor y el miedo. Y cada decisión tomada en aquel septiembre marcaría huellas imborrables en su destino.

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