‘La Promesa’ capítulo 718: Martina rompe con Jacobo tras cartas falsas
La tarde se posó sobre La Promesa con un aire denso, como si cada rincón del palacio contuviera un secreto impaciente por escaparse. Los ventanales, bañados por la luz pálida de noviembre, dejaban entrar un murmullo frío que parecía preguntar cuánto puede resistir un corazón antes de quebrarse. Martina lo comprendió incluso antes de que Adriano pronunciara palabra alguna. Lo vio en la expresión de él, en esa mezcla devastadora de desilusión y dolor que se dibuja en quien ya no puede sostener una esperanza.
—No tenías derecho —dijo Adriano con voz temblada—. Catalina ya no podía hablar, y aun así hablaste por ella.
A Martina le habría resultado más llevadero si él hubiera gritado. Pero el susurro herido, casi roto, caló más hondo que cualquier alarido. Quiso explicarse, quiso argumentar que lo único que buscaba era ofrecerle consuelo, impedir que cayera al abismo de un duelo que día a día lo devoraba. Pero la verdad, por noble que fuera en su origen, estaba manchada. Él no la dejó continuar.
—Me hiciste creer en una mentira —dijo, dando un paso atrás, como si conservar la distancia fuera la única forma de protegerse.
La joven extendió la mano, queriendo sostener algo que ya se había fragmentado. Pero Adriano ya se marchaba; su nombre escapó de los labios de Martina con un hilo de súplica, aunque él no se volvió. El golpe emocional se propagó por la casa como un incendio silencioso. Para cuando Martina alcanzó el corredor, Jacobo ya la esperaba, rígido y contenido, pero con los ojos brillantes de furia.
—Dime que no es cierto —exigió sin rodeos—. Dime que no fuiste tú quien escribió esas cartas.
Martina no huyó de la mirada de él. Reconoció su falta con una serenidad triste, explicándole que actuó por miedo, por amor, por una necesidad desesperada de evitar que Adriano se precipitara al vacío. Pero Jacobo solo oyó la parte donde ella confesaba haber amado al otro. Entonces lo entendió: todo ese tiempo él había sido una presencia secundaria en una historia que no lo incluía como protagonista.
—Devuélveme el anillo —pidió con una calma que dolía más que cualquier reproche.
Ella obedeció. No porque él se lo exigiera, sino porque sabía que ya no había camino posible hacia adelante juntos. Alonso los encontró en ese instante, y pidió hablar con Martina. En el despacho, le hizo ver algo que todavía no había comprendido: que suplantar la voz de Catalina no solo había sido un gesto desesperado, sino también un intento inconsciente de ocupar un lugar que no le pertenecía.
Martina salió de aquella conversación cargando una conciencia nueva, más dura, pero también más honesta. Al bajar por el pasillo, Leocadia la detuvo, ofreciéndole un consuelo que no juzgaba, sino que recordaba que el amor también se equivoca, y que equivocarse no cancela su autenticidad.
Mientras las emociones desgarraban el ala noble del palacio, en las cocinas se respiraba una inquietud distinta. María Fernández sufrió un mareo repentino que alarmó a Simona, Candela y Lope, quienes la atendieron con ternura y preocupación. La joven insistió en que solo era cansancio, pero las miradas de los demás contaban otra historia.
Muy cerca, Petra se debatía entre la rabia y el orgullo herido al sentirse relegada por Teresa. Cada gesto, cada comentario, cada sombra en el pasillo parecía tensar más ese conflicto silencioso. Candela le recordó que los cargos no pertenecen a nadie, pero Petra se aferró a su disgusto con la tenacidad de quien no está dispuesto a perder territorio.
En el hangar, Manuel se enfrentaba a un dilema completamente diferente. Las piezas enviadas por don Luis presentaban defectos graves, señal de un proceso negligente o de un sabotaje oculto. Aunque Enora sugirió cancelar el acuerdo, Manuel decidió darle a don Luis una oportunidad para rectificar. Alonso, sin embargo, cuestionó si la influencia de Enora estaba guiando más la decisión de su hijo de lo que él reconocía. Manuel defendió su postura: todos merecen una segunda oportunidad, pero bajo vigilancia.

Entretanto, Ángela y Curro planeaban su huida para casarse en secreto, con la complicidad inesperada de Jacobo y la sabiduría práctica de Leocadia. Conscientes de que Lorenzo merodeaba en las sombras, sospechando y calculando, sabían que debían ser rápidos y precisos. Esa noche, al filo de la medianoche, el carruaje clandestino los esperaba fuera de la tapia sur. Subieron con el corazón latiendo más fuerte que los cascos del caballo. Nadie debía verlos marchar… aunque en algún punto del ala norte, un par de ojos insomne registró su partida.
En las cocinas, el misterio de “Madame Cocotte” comenzaba a desmoronarse gracias a la trampa de Lope, Simona y Candela: una receta cebada con una variación sutil. Al amanecer, la ausencia de la hoja y una huella en la harina confirmaron que el ladrón había picado el anzuelo. Cuando un postre con tomillo apareció en el salón más tarde ese día, la identidad del impostor quedó casi expuesta. La dama que había robado las recetas terminó rindiéndose ante la evidencia y aceptando su falta entre disculpas y vergüenza.
Mientras tanto, Adriano rechazó la insistencia de Alonso para asistir a la fiesta del duque. No era el momento; su duelo, su decepción y el golpe de las revelaciones eran demasiado recientes. Jacobo, también herido por la ruptura, se encontró con él en la escalinata. Hablaron con la honestidad sencilla de dos hombres que cargan cicatrices recientes. Se reconocieron en el dolor del otro, y por un instante, compartieron algo parecido a la paz.
En una pequeña ermita perdida entre árboles, Ángela y Curro al fin celebraron su unión. No hubo grandes testigos ni banquetes, pero sí una certeza absoluta: sus manos unidas y la promesa que pronunciaron se convertirían en su refugio ante cualquier tormenta futura.
De vuelta en La Promesa, Martina decidió no asistir a la fiesta. Por primera vez, entender que tenía derecho a elegir su propio camino no le produjo miedo, sino alivio. Esa noche, se encerró en su cuarto y guardó las cartas en una caja de hojalata, no como un recuerdo, sino como un final. En la fuente del jardín, mojando la punta de los dedos, sintió que la verdad duele, pero también despierta.
Y mientras la luna plateaba los tejados del palacio, cada habitante de La Promesa afrontaba lo suyo: culpas, decisiones, secretos o nuevas esperanzas. Martina subió a su habitación con un pensamiento firme: a partir de ese día, solo caminaría acompañada de su propia verdad.